La biblioteca abrió a las 9 de la mañana. A esa hora los libros dormitaban en las estanterías. Fue a las diez y media cuando un ejemplar de El Señor de los anillos carraspeó al entrar la primera lectora.



Se estaba bien allí; sobre todo en invierno pero, salvo los volúmenes de las enciclopedias, el resto de libros soñaban con que alguien los escogiera de los anaqueles y los llevara a la calle. Estaban a gusto lomo contra lomo pero soñaban con apoyarse en una mesilla, viajar en metro, en coche, en tren o incluso en avión. Preferían, ahora que se acercaba el buen tiempo, que los llevaran a la playa o a la piscina.



Cierto es –conocían más de un caso- que corrían el riesgo de no volver nunca a casa, de extraviarse, de ensuciarse, pero, por lo que contaban los que regresaban tras las dos semanas de préstamo, habían vivido experiencias fascinantes.

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